Llegó hundido. En unas horas había pasado de ser el jefe de Estado a estar detenido en una sala desnuda amueblada con una mesa y seis sillas. Los que lo vieron en ese momento lo describen confundido, desorientado. No era el final que esperaba para su intento de autogolpe de Estado.
Sus primeras jornadas sin libertad fueron las más difíciles. Estaba irascible. Se quejaba de que no le dejaban comunicarse con su esposa ni sus hijos, de acuerdo al testimonio de alguien de su entorno. En ese centro también está preso Alberto Fujimori, pero él se encuentra en el área penitenciaria, mientras Castillo duerme en un área de detenidos. Las dos zonas están incomunicadas.
En los días posteriores al anuncio de autogolpe se especuló con la posibilidad de que Castillo hubiera sido narcotizado. Uno de sus abogados deslizó que le habían colocado alguna sustancia en el agua con el que trató de combatir la sequedad de la boca que le producía el momento.
En ese tono difundió este lunes una carta. Asegura que está secuestrado en la sede de la División Nacional de Operaciones Especiales (Dinoes), donde permanece recluido, y que su sucesora, la que era su vicepresidenta, no es más que una usurpadora. Se siente humillado, incomunicado, maltratado. “Querido pueblo peruano grandioso y paciente —escribe—. Yo Pedro Castillo, el mismo que hace 16 meses me eligieron todos ustedes para ejercer como presidente constitucional de la República. Les hablo en el trance más difícil de mi gobierno, humillado, incomunicado, maltratado y secuestrado, pero aún así revestido de la lucha de ustedes, de la majestad del pueblo soberano, pero además infundido por el glorioso espíritu de nuestros ancestros”.